Políticas contra ráfagas de 298 kilómetros por hora

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Los patrones de consumo y producción de un país a lo largo de un año pueden ser incentivados o regulados a través de medidas. Pero ¿Qué pasa cuando un evento que no puede ser controlado amenaza con destruir los esfuerzos materializados de una población? Y ¿Si no hay nada que se pueda hacer para evitarlo? Un fenómeno atmosférico adverso es un claro ejemplo de esto, y a la luz de estas interrogantes, resultaría interesante analizar los efectos de la última perturbación climática que prometía devastar a República Dominicana a su paso: el funesto huracán Irma.

Pese a que el ojo de este huracán no entró a territorio dominicano, como fue efectivamente previsto, las estadísticas al viernes 8 de septiembre sugieren que 966 viviendas resultaron afectadas y 108 destruidas. No se reportó la muerte de ninguna persona a causa de este fenómeno, pero 1,899 personas fueron desplazadas a casas de familiares y 12,829 se trasladaron a albergues. Como consecuencia de la tempestad, 38 comunidades se encontraban incomunicadas y el número de acueductos y puentes afectados ascendía a 30 y a 4, respectivamente.

Las inundaciones fueron abundantes en provincias como Santiago, Samaná, Puerto Plata y María Trinidad Sánchez, y la gran acumulación de agua en la presa de Sabaneta, San Juan forzó al vertido libre de la misma y con ello al desplazamiento de cientos de familias.

Se reportó que varios planteles educativos sufrieron daños parciales, dentro de estos se registran seis casos en Puerto Plata (Sosúa, Los Hidalgos, Imbert y Altamira), uno en Miches, dos en Santiago, y dos en Monte Plata. En respuesta, se ordenó la reparación inmediata de los mismos.

El daño a nivel agrícola aún no ha sido estimado por las autoridades, pero por ser el sector más vulnerable a este tipo de fenómenos, se ha hablado de préstamos para resarcir las secuelas del huracán; entre estos RD$11 millones a 133 productores en Bánica.

A pesar de los daños, las opiniones convergen hacia un mismo punto: el efecto de Irma fue menor al esperado. República Dominicana vio pasar una catástrofe nacional a poco más de 100 kilómetros de su costa norte. Con un 65% de hogares con techos de zinc, un territorio bañado de ríos y una zona rural dependiente de la actividad agrícola, los daños y el tiempo de recuperación parecerían incalculables frente a un escenario en el que Irma o sus homólogos arremetieran contra el país.

Considerando los esfuerzos hecho en la actualidad por fortalecer el marco regulatorio en miras a robustecer la economía dominicana y a aislar perturbaciones macroeconómicas, es inminente pensar en políticas para estos desafíos naturales e impredecibles que atentan contra la armonía económica del país.

Los esfuerzos realizados por los distintos organismos gubernamentales para mantener a la población informada y tomar medidas preventivas de evacuación forman parte de un primer paso preventivo para aminorar los riesgos que se derivan de estas situaciones. El Plan Relámpago y la iniciativa de la Aseguradora Agropecuaria Dominicana (Agrodosa), por su parte, son dos mecanismos importantes que sirven para amortiguar los deterioros de situaciones climáticas adversas.

Ahora bien, en la agenda de políticas contra ciclones no debe faltar tomar en consideración el porcentaje de la población que pone su vida y sus activos a disposición de precipitaciones abundantes por vivir a la orilla de ríos. Este es un verdadero reto para las autoridades porque significa una lucha directa contra instituciones informales, creencias o afectos de las personas hacia cosas materiales. Sin embargo, reducir el grado de vulnerabilidad de los dominicanos será a largo plazo la mejor aliada de las medidas preventivas, de canalización de crédito y dinamización de sectores que suavizan las consecuencias de los ciclones y huracanes.